Westvleteren 12. Quizás el nombre no te diga gran cosa. Y quizás hablar de la pequeña abadía de San Sixto, en mitad de la mucha y muy verde nada que hay en Bélgica, tampoco ayude a que te ubiques. Pero si te digo que detrás de ese impronunciable amasijo de letras se esconde la (por muchos considerada) mejor cerveza del mundo, es posible que ya esté captando tu atención.
Y que conste que no lo digo yo solo: Ratebeer.com, el Filmaffinity de las cervezas, se encargó de darle relevancia mundial al calificarla como la mejor del mundo en una lista que cambió para siempre la tranquila vida de los monjes trapenses de esta abadía situada al norte de la pequeña localidad de Poperinge, no muy lejos de la frontera con Francia y del estrecho donde el Canal de la Mancha se abre para aceptar que sus aguas pasen a ser propiedad del Mar del Norte.
El descubrimiento realizado por esta web de referencia a principios de siglo hizo que la fama de esta bebida empezara a crecer de manera exponencial, en una concatenación de factores que han hecho de ella una leyenda tal, que sus creadores, empeñados en mantener una baja producción que les ofrezca los beneficios mínimos para mantener en pie su humilde abadía, se han tenido que ver obligados a poner límites en su venta para intentar hacer frente a una demanda que solo podrían satisfacer si decidieran lanzarse a una producción a gran escala.
Esta curiosa historia de tradición, misterio y excelencia me atrajo desde el primer momento que oí hablar de ella, hasta el punto que no tuve más remedio que hacer la maleta y viajar hasta este singular enclave para probar el producto, averiguar si estaba a la altura de su leyenda y, en la medida de lo posible, traerme algo para disfrutar aquí en España. Es, desde luego, una experiencia para contar.
Los orígenes de la tradición trapense
Aunque muchas veces oímos hablar de las cervezas de abadía, metiendo a una innumerable cantidad de marcas en ese saco, en la actualidad solo once abadías en todo el mundo tienen autorización para comercializar sus productos con la denominación de trapense. Seis de ellas se encuentran en Bélgica, dos más en Países Bajos y el resto se reparten entre Austria, Italia y Estados Unidos.
El primer y primordial requisito para obtener esta etiqueta es, obviamente, que toda la producción se realice dentro de los muros de un monasterio trapense, congregación oficialmente conocida como Orden Cisterciense de la Estricta Observancia. Ésta tiene su origen en la abadía francesa de Nuestra Señora de La Trappe, donde en el siglo XVII arrancó este movimiento reformista dentro de la Orden cisterciense con el objetivo de llevar un estilo de vida más sencillo. En la actualidad cuentan con unos 170 enclaves en todo el mundo.
La cerveza puede ser fabricada por los propios monjes o monjas, o por trabajadores contratados bajo su supervisión, pero es requisito que en ningún caso la producción se interponga a las reglas de vida impuestas por la orden, y se exige que los beneficios se destinen exclusivamente al mantenimiento del monasterio, estando obligados a donar el resto a obras de caridad.
Estos detalles son importantes porque en 1999 la abadía de Notre-Dame de Koningshoeven, productora de la famosa cerveza La Trappe, perdió su consideración de auténtico producto trapense tras ser adquirida por la compañía alemana Bavaria, la cual introdujo ciertos cambios en el proceso de producción. Tras una larga revisión de la situación, esta congregación neerlandesa recuperó su condición original en 2005.
Todo esto viene regulado por la Asociación Internacional Trapense, la agrupación de abadías que viene a decidir quién puede ser parte del club y verifica que una vez dentro se siguen cumpliendo las condiciones necesarias para conservar el honor. Solo las cervezas que reciben su visto bueno pueden ser comercializadas con la etiqueta de autenticidad y son por tanto consideradas como verdaderas trapenses. Aunque no tengan tanta fama, dicho emblema también se puede ver acompañando a otros productos como quesos, vinos o chocolates.
Westvleteren, por un puñado de cervezas
De las once abadías que han conseguido alcanzar los requisitos necesarios para etiquetar sus creaciones como cervezas trapenses, la de San Sixto está entre las de menor producción (4.750 hl anuales, frente a los 180.000 hl de Chimay, la primera de la lista), y para colmo no contempla ningún otro canal de distribución más allá de presentarse allí mismo en persona y confiar en la buena suerte de que aún queden unidades de Westvleteren ese día para comprar.
Esta forma tan estricta y exigente de llevar la comercialización de su línea de cervezas, sumado a todo el ruido generado en torno a ella cada vez que ha liderado alguna lista de las mejores del mundo, ha provocado que durante los últimos años cada vez más turistas se hayan animado a desplazarse hasta San Sixto para comprobar si el hype es cierto.
Y os puedo asegurar que lo es.
La Westvleteren 12, con sus 10,2 grados y su color oscuro, encierra una multitud de sabores que se van desplegando con cada trago, llevándonos de lo dulce a lo amargo de una manera tan controlada y eficaz, que parece imposible que mantenga el balance tan perfectamente. Y cuando ya hemos paladeado el trago y volvemos a atacar la copa ancha como un cáliz, con su cristal perfectamente preparado para el servicio ideal, toda la fiesta de sabor se vuelve a desplegar tan sorprendente como la primer vez.
¿La mejor del mundo? Bueno, no he probado (aún) todas las contendientes tradicionales a los primeros puestos de las listas, pero no cabe duda de que esta cerveza merece todos los halagos que podáis escuchar o leer sobre ella. Y lo mejor es que la familia no termina aquí, pues la 12 cuenta con dos hermanas pequeñas que no tienen desperdicio: la Westvleteren 8, también de color oscuro y algo más amarga, y la Westvleteren Blond, de un amarillo turbio y un tono más apto para los acostumbrados a cervezas menos fuertes. Obviamente, aunque queden a la sobra de la reina del lugar, probarlas será también obligatorio en nuestra visita.
La mejor cerveza del mundo, y la experiencia que la rodea
Oficialmente hay dos formas de comprar esta cerveza, y ambas suponen que nos desplazamos hasta la propia abadía belga. La más complicada supone llamar con dos meses de antelación a un teléfono que llega a recibir 85.000 llamadas a la hora y con el que es difícil conseguir que te atiendan; si logras pasar este oscuro filtro, tendrás que indicar el número de matrícula del coche con el que irás a recogerla y hacerlo solo en el día concertado para la cita. A cambio, podremos obtener una cantidad limitada de unidades a apenas 2 euros la botella.
La otra vía, que es la que a mí me funcionó, supone visitar sin cita previa la cafetería In De Vrede, situada justo frente a la abadía, que es el único establecimiento fuera de la misma autorizado para su venta, ya sea para consumo in situ o para llevar a casa. Aquí el precio por botella sube hasta unos 7 euro (según la que decidamos comprar), pero seguirá siendo menos de los infladísimos 15 euros que, como poco, nos pedirán en tiendas que las venden medio a escondidas en las grandes ciudades belgas.
Eso sí, aun yendo al café nos veremos sujetos a la disponibilidad del día, que en ningún momento está garantizada. En mi caso, llegué a primera hora de la mañana para encontrarme con el duro golpe de un cartel que declaraba el drama de no tener botellas a la venta ese día; sin embargo, tras unas pesquisas descubrí que a las 14.00 se abriría la veda, momento en el que se formó como salida de la nada una larga cola de compradores que, como yo, habían ido hasta ese pueblo lejos de todo solo para esto.
Al llegar al mostrador descubrí que solo podía llevarme dos cajas de seis botellas, y ni todo mi encanto español consiguió convencer a la implacable señora al cargo de que me dejara comprar alguna más, así que tocará pensar muy bien qué dos paquetes llevar a casa. Eso, o volver a hacer la cola desde el principio para adquirir otra docena de botellas, algo que también os puedo decir por experiencia propia que funciona.
Por descontado, el café de la abadía nos ofrecerá otros alicientes para dar salsa a la visita, como poder acompañar las bebidas que nos sirvan de surtidos de quesos preparados también por los monjes, la venta de merchandising para los auténticos devotos de lo trapense y el imprescindible helado preparado ahí mismo con la propia cerveza que superará todas vuestras expectativas (aunque no sale barato).
Por lo demás, el acceso de turistas a la propia abadía está cerrado y en torno a la misma lo único que encontramos son campos de cosecha y alguna que otra zona arbolada sin más aliciente que pasear para ir calmando el zumbido garantizado que estas potentes cervezas nos dejarán en la cabeza.
¿Debo viajar al Benelux solo por esto?
Si te gusta la cerveza, la respuesta es un rotundo sí. Y si no es el caso, quizás vaya siendo hora de que adquieras el gusto. San Sixto se está convirtiendo, poco a poco, en un lugar de peregrinación al que cada día viajan más creyentes de la buena cerveza para conocer de primera mano el porqué de tanto fervor, y aunque esta visita no ofrezca mucho más de lo antes indicado, es ya de por sí una experiencia singular. Además, Dunquerque no queda muy lejos, por si queréis conocer de primera mano otro singular enclave.
Te preguntarás, lógicamente, cómo traer después toda esa cerveza hasta España. Junto a mis compañeros de viaje, optamos por facturar maletas en el avión de vuelta para ello, ingeniando una suerte de empaquetado casero para que evitar disgustos. Incluyendo el coste del producto, la facturación y el embalaje que preparamos, las cuentas ascendieron a unos 10 euros por tercio, lo cual sigue siendo menos que intentar adquirirla por vías no autorizadas. Cada uno decidirá si le compensa.
Y si te quedas con ganas de más, tranquilo que la cosa no acaba aquí. Ten cuenta que, como antes indicaba, ocho de las once abadías trapenses que hay ahora mismo funcionando en el mundo se encuentran repartidas entre Bélgica y Países Bajos, aunque no todas tengan zonas abiertas para visitantes, y una escapada de una semana nos dará para hacer una muy buena ruta con la que dar alegría a la barriga cervecera.
Otras abadías para aprovechar el viaje cervecero
Más allá de los criterios comunes para poder etiquetar sus productos como trapenses, cada abadía decide qué experiencia quiere ofrecer a sus visitantes, siempre y cuando tengan las puertas abiertas para ello, y en ese sentido encontramos una enorme disparidad en la oferta. Si optamos por el completismo, es perfectamente posible llegar a todas en una semana, aunque si queremos un viaje más óptimo y en el que incluir otro tipo de visitas, puede ser interesante filtrar por las más atractivas.
Como muestra el siguiente mapa, la distribución geográfica de estas abadías traza una característica ruta por la periferia de Bélgica. Cuatro de ellas están alineadas por la frontera con Francia, ofreciendo el aliciente de visitar la bella zona de las Ardenas, y las otras cuatro se reparte en la frontera con Países Bajos, con dos a cada lado de la separación política. Bruselas queda lejos de todas las paradas, es cierto, pero tampoco está entre las ciudades más bonitas de la zona, y en conjunto hablamos de una superficie inferior a la de Cataluña, para que te hagas a la idea.
Probablemente, la que mejor lo tiene montado de cara al visitante es la abadía de Notre-Dame de Koningshoeven, situada en una verde arbolada a las afueras de Tilburgo, en Países Bajos. A lo bonito de las instalaciones, que invitan tanto al paseo como al consumo al aire libre, se suma una carta muy completa donde poder probar recetas exclusivas de la Trappe como la corpulenta Bockbier (sujeta a disponibilidad de temporada) o la dulcísima Quadrupel Oak Aged, todo ello acompañado de la oferta culinaria más completa de la ruta.
No muy lejos de ella, de vuelta en Bélgica y a tiro de piedra de la encantadora Amberes, aconsejo también la visita a Westmalle para poder probar su característica triple rubia; eso sí, la zona no es especialmente llamativa y solo podremos visitar la cafetería que está al otro lado de la carretera que lleva a la abadía, así que será un paso rápido. No muy lejos encontramos otras dos abadías de carácter más modesto: la de Maria Toevlucht, productora de la Zundert, y la de Achel.
Inexcusable es la parada en la abadía de Orval, profundamente cobijada en los bosques del municipio de Florenville, al sur de Bélgica. Aunque la cerveza homónima esté al fondo de mi lista personal de la familia trapense, recomiendo encarecidamente la visita turística a la zona antigua de la abadía, incluyendo las espectrales ruinas que quedan en pie y que bien podrían servir de escenario para una película de terror. Habrá que pagarla, eso sí.
La ruta se completa con otras dos instalaciones que no queda muy lejos: la abadía de Scourmont, donde tenemos por un lado el bar donde hacer la llamativa cata de cuatro modalidades de Chimay y por otro el edificio de libre acceso de la congregación religiosa, el cual es muy coqueto, y la abadía de Rochefort, donde probar una de las clásicas contendientes de la Westvleteren 12 en las listas mundiales, la excelente Rochefort 10. ¡Salud!