Los herederos de la tierra es la cuarta novela del abogado y escritor español Ildefonso Falcones. Se trata de la continuación de La catedral del mar que, ambientada en Barcelona en el siglo XIV, retoma la acción tres años después del final de la primera entrega.
El libro fue adaptado como serie televisiva producida por Atresmedia, Televisión de Cataluña y Netflix en colaboración con Diagonal TV. Está protagonizada por Yon González, Michelle Jenner, Elena Rivera, Rodolfo Sancho y Aria Bedmar, entre otros.
“Los Herederos de la Tierra” nos traslada a la Barcelona medieval de 1387 y narra las vivencias de Hugo Llor, un joven que sueña en convertirse en un artesano constructor de barcos y que tendrá que hacer frente a constantes adversidades. Su día también transcurre en las atarazanas y su sueño es convertirse en un artesano constructor de barcos, aunque su destino es incierto. La vida de Hugo no es fácil, es un chico muy solitario y su madre se ve obligada a alejarse de él, pero cuenta con el apoyo y la protección de un respetado anciano: Arnau Estanyol. El protagonista se verá obligado a abandonar el barrio barcelonés de la Ribera y buscar trabajo al lado de Mahir, un judío que lo introducirá en el cultivo de la vid y en la elaboración de vinos.
Los judíos sólo podían beber vino «kosher», tenían que tener mucho cuidado, porque una mala cosecha les podía dejar sin vino. Y el vino era de primera necesidad en aquella época: todo el mundo lo bebía, desde los niños hasta enfermos. Los judíos vuelven a ser una referencia en esta novela. En Barcelona se les expulsó cien años antes que en el resto de España y se arrasó la Judería, en 1391.
Hay que buscarse la vida y el protagonista lo hace con el vino. Es una época en la que llevamos 800 años de dominación musulmana. Los pocos libros históricos del vino no le dan excesiva relevancia, y en España se había perdido la capacidad después de tanto tiempo. Esos saberes ancestrales, que sí se conseguían en Italia. Todas las referencias de la época eran de avinagrados y de jóvenes que no aguantaban fuera de la barrica. Se quería conseguir unos vinos un poco mejores. El vino permitirá seguir los acontecimientos políticos importantísimos de esa época. Como el Compromiso de Caspe, que implicó la llegada de un rey castellano a Aragón y Cataluña, la crisis de la Iglesia y el Cisma de Occidente, que también se resolvió en aquel momento.
El vino tiene protagonismo en «Los herederos de la tierra». No sólo se dedica a ello el protagonista, sino que adquiere cierta dimensión simbólica. España, tras siglos de dominación musulmana, no había conocido esta bebida. Pero, ¿cómo pudo aprender lo olvidado y ser ahora una potencia? «Se recuperó lo que sabíamos de antes, de los romanos y de los fenicios. Los romanos eran unos grandes expertos. Plinio habla de vinos envejecidos durante más de cien años,, pero los vinos de Salerno en una época anterior ya se envejecían siete años. Y no existía la química. Estamos hablando de unas civilizaciones que lo comprendían mucho. Se recuperó poco a poco la cultura del vino y hoy estamos a la par con los grandes productores, pese a haber padecido desgracias como la filoxera. Los agricultores, con los tratados que ya había, que eran copia de los tratados romanos, lo recuperaron».
Las fincas Serral del Vell y Ribalta de Recaredo se han convertido en parte de los escenarios de la serie televisiva “Los Herederos de la Tierra”, novela homónima del escritor Ildefonso Falcones y que da continuidad a la obra de La Catedral del Mar. Los responsables de localización de la producción escogieron estos viñedos de Penedès – situados en los términos municipales de Sant Sadurní y Torrelavit – por su riqueza paisajística y la belleza que conforman los mosaicos de viñedos viejos y bosques mediterráneos, con la montaña de Montserrat como telón de fondo.
Algunos pasajes de la obra
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Mahir le contó que en Italia había pueblos en los que se recogía la orina de sus habitantes, en las casas, mediante caños que salían de los edificios y llegaban a unos aljibes donde se dejaba pudrir. También se levantaban urinarios en plazas y otros lugares públicos con grandes depósitos. Le explicó que aquella orina ya podrida, mezclada con agua a partes iguales, servía para fertilizar los huertos, los árboles y las viñas. Con el tiempo, sostenía el judío, todas las plantas estercoladas de esa forma daban más y mejor fruto, porque el primer año, y quizá hasta el segundo, la vid acusaba el estiércol. No convenía abonarlas de nuevo hasta transcurridas cinco o seis temporadas. La orina humana podrida, pero en este caso mezclada con ceniza de vides o sarmientos, servía también para curar las plantas enfermas a las que se les caía o se les secaba la uva antes de madurar. Mahir sabía qué cepas eran las que necesitaban la cura, y la primavera era la época del año en la que debían afrontarse esas tareas. |
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Finalizada la vendimia, toda la familia de Saúl se preparó para pisar las uvas ya almacenadas en el lagar. En un entablado, situado por encima del depósito que Hugo había limpiado, se amontonó el fruto separado en función de su calidad. Hugo, a cierta distancia, contempló a aquel grupo de personas —formado por el propio Saúl y su esposa, los hijos de ambos con sus cónyuges, los nietos y algunos amigos e invitados— mientras subían al entablado por parejas, descalzos y con las pantorrillas desnudas, para pisar con fuerza las uvas al mismo tiempo que el
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mosto se filtraba al lagar. Para no resbalar, se agarraban a unas cuerdas que colgaban del techo. Primero pisaron los cencerrones, luego la uva de peor calidad y al final la mejor. Las dos primeras hervirían en cubas de madera o en tinajas de barro arenisco cocido que no transpirase, como sucedía con el barro poroso utilizado en los cántaros de agua. Hugo había lavado y preparado las cubas y las tinajas bajo las órdenes y la vigilancia atenta de Mahir. Raspó la madera interior de las cubas y comprobó los arcos que previamente este había examinado. Luego, cuba tras cuba, encendió fuego bajo ellas y las mantuvo sobre las llamas hasta que la madera se calentó por fuera, momento en que Hugo vertió pez derretida y algo de vinagre en su interior. Agua fría, y ya estaban preparadas. Con las vasijas se seguía un procedimiento similar: fuego y pez. En esos recipientes, el mosto con la brisa, el hollejo de la uva del que después sería liberado, se sometería a la primera fermentación. El mosto de la uva de calidad se dejaría hervir en el propio lagar, bien cubierto y cerrado, también con la brisa, durante cinco o seis días, quizá más a criterio de Mahir. Luego lo trasegarían, limpio, a cubas o vasijas para la segunda fermentación, la lenta. Los restos del hollejo de la uva serían macerados en agua para obtener un vino descolorido y flojo llamado aguapié, destinado al consumo de los esclavos. Todos bebieron vino, comieron y respiraron el aroma dulzón del mosto. Charlaron, cantaron y bailaron sobre las uvas, sustituyéndose unos a otros con una alegría que mudó en barullo y confusión a medida que los efluvios del mosto fueron convirtiéndose en más y más empalagosos. Hasta Saúl perdió la compostura con el transcurso de las horas. Algunos cayeron sobre las uvas a medio pisar al escurrírsele de las manos la soga del techo a la que se agarraban, y originaron tantos aplausos |
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como burlas. Solo Mahir parecía controlar una situación que divertía a sus parientes y amigos. Todo eran risas y bromas de las que Hugo también participaba; quizá no pudiera pisar la uva, trasegar el mosto o transportar cubas, pero sí podía ayudar en aquello que no estuviera directamente relacionado con el vino.
A diferencia de lo que había sucedido en la vendimia, Dolga fue sumándose a la fiesta sin protestar. Parecía no ser consciente de la sensualidad de un cuerpo que cada día se mostraba más y más voluptuoso. La muchacha pisaba la uva con los brazos estirados por encima de la cabeza y agarrada con fuerza a la cuerda, casi como si quisiera colgar de ella, y bailaba sobre la fruta exhibiendo, sin desvergiienza pero sí con indolencia, unos pechos jóvenes que subían y bajaban al frenético ritmo de las palmas de sus familiares y amigos, aplausos estos que en algunos casos eran inocentes y en otros no tanto. «Bebida divina. Néctar
de los dioses, ciertamente», se decía Hugo pensando en el jugo que producían los pies de Dolca.
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Hugo tiraba del ronzal del buey y la carreta alquilados en los que transportaba el vino joven de la última vendimia, fuerte y agrio para los soldados, unos botes sellados de cerámica vidriada con aqua vitae así como un rudimentario alambique para destilar más vino si fuera necesario.
—Se utiliza como componente de muchos remedios —le explicó Mabhir del aqua vitae mientras en el lagar sometía el vino a un proceso de destilación a través del alambique que tanta curiosidad llegó a despertar en el muchacho—. Y en las guerras se necesitan muchas medicinas —añadió—. A menudo hay que fabricarlas en el lugar porque los médicos quieren hacer aqua vitae compuesta, esto es, vino destilado con raíces u otras hierbas.
También lo llaman aqua ardens o aguardiente, por la quemazón que produce al contacto con las heridas o al tragarla.
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—¿Y cura? —se extrañó Hugo.
—Sí. Piensa que si el vino recibe el rocío y la humedad celestial, el aqua vitae, destilado del vino, reducido por lo tanto a su espíritu, a su quintaesencia, se convierte en un líquido que contiene el sol y las estrellas. Cura, desde luego que cura.
—Pero si quema la garganta... —insistió el muchacho.
—¡No siempre se bebe! —Mahir se echó a reír—. Se frota en los golpes o las heridas, solo o con hierbas; también se aplica en los ojos y las orejas, o en diversas partes del cuerpo para el reuma.
Se bebe para curar el frío o los pulmones, o para la debilidad y la mudez. Sin embargo, los sabios advierten que el aqua vitae es tan fuerte y procura tanto calor que ha de administrarse en pequeñas dosis, mezclada con vino, agua u otros líquidos. Los tratados de medicina nos hablan de que la cantidad que debe
proporcionarse a una persona es la que quepa en una cáscara de avellana o incluso menos, dos o tres gotas, y en ambos casos con un poco de vino. El aqua vitae no puede beberse sin peligro. El vino es el néctar de los dioses, pero bebido en exceso... Un consumo inadecuado de aqua vitae originaría la muerte, sin duda; así lo sostienen sabios y médicos.
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Era imposible que el vino de aquella cosecha tuviera calidad, pensaba Hugo de regreso a la taberna. Tras la partida de Mercé vendimiaron en silencio. Luego pisaron la uva en el lagar, Caterina tratando de animarlos, los demás forzando sonrisas hasta que una y otros se cansaron y lo que debía ser una fiesta se transformó en una labor rutinaria. No. Aquel vino no sería bueno ni mezclándolo con frutas, especias o aguardiente. Había que amar a la planta, a la uva, al mosto y al propio vino; transmitirle la fuerza y la pasión con las que se afrontan las tareas destinadas a materializar el regalo que los dioses habían hecho a la humanidad. Ese vino, por el contrario, vendimiado con distracción y pisado con apatía, siempre cargaría con el estigma del abandono de su hija en el momento en el que él cumplía un sueño..., su sueño, como bien le había aclarado Mercé.
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Destilarían por la noche, a escondidas de las visitas. Barcha se quejó, cansada con solo pensarlo. Hugo sonrió al recordar cómo había llegado a doblegar su voluntad años atrás: a cubos de agua para que no durmiera. Ahora, en cambio, decidió relevarla de aquel trabajo. El vino lo guardarían en el cobertizo del huerto.
—Sí!, sí que cabrá —contestó a Barcha y a Caterina, las dos temiendo la necesidad de una gran bodega—. A fin de cuentas —añadió—, no pretendo que envejezca, ni siquiera cuidarlo o trasegarlo. Comprarlo joven y barato, modificarlo con aguardiente y frutas o especias y venderlo caro, eso quiero.
Hugo les rogó discreción a las dos.
—¿Crees que seríamos capaces de contarlo?
—Habláis demasiado —interrumpió a la mora, sin prestar atención a su tono ofendido.
Las cubas que habían regresado de Balaguer fueron las primeras. Obtuvo unos buenos beneficios, aunque no todos los que habría podido conseguir gracias al consejo que le dio Caterina una noche que los dos estaban en la cama después de haber trabajado con el alambique.
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