Afincados en la fría y húmeda Europa central, allá por el año 500 a.C., los celtas no tendrían mar; pero si bosques, y madera de la buena con la que construir recipientes destinados a la producción, almacenamiento y transporte de cerveza. Por su parte, a orillas del Mediterráneo, jarras y anáforas de barro eran quienes posibilitaban el comercio del vino, una actividad desarrollada ya unos dos mil años a.C. Sin embargo, no tardarían en ser reemplazadas por obra de la inventiva celta, pues sus recipientes se fueron perfeccionando hasta calzar como anillo al dedo a las necesidades vineras. De los primitivos ejemplares, constituidos por troncos ahuecados con tapa, hasta aquellos elaborados a base de duelas (tablillas curvas) y aros de mimbre, la evolución hizo el negocio. O, más bien dicho, lo perfeccionó en cuestiones insospechadas.
Ya expandido el uso de las barricas, allá por el siglo XVIII, los bodegueros franceses detectaron que la conservación y transporte del vino en ellas no solo era óptima; sino que éstos mejoraban sus cualidades. Ningún misterio para éstos tiempos si recordamos que la madera no solo permite la entrada de oxígeno, haciendo madurar el vino, sino que la transferencia de taninos lo estabiliza al tiempo que lo suaviza; sin olvidar los aromas y sabores que de ella se desprenden… Pero el caso es que para entonces resultaba revelador. Especialmente, el hecho de que la forma de las barricas contribuía al depósito de partículas y residuos propios del vino en el fondo de las mimas, otorgando mayor limpidez a la bebida en cuestión. De todas maneras, el quid pasaba por el tipo de madera a utilizar. Y tras pruebas, aciertos y desaciertos, se llegó a una valerosa conclusión: al roble no había con qué darle.
Sobre robles no hay nada escrito, ¿Francés o americano?. Mientras el primero aporta notas más sutiles y delicadas, lo que se traduce en una mayor elegancia, el segundo ofrece aromas más potentes, ya que los poros de su madera son de mayor tamaño, por lo que también más rápida la transmisión de propiedades. Eso sí, la velocidad no hace a la calidad. Y en esto el roble americano corre de atrás, en tanto aporta menos taninos que el francés. Éste último, ciertamente más blando, de allí que el desperdicio de madera en la fabricación de barricas sea mayor, así como su costo. ¿Lógica proporcional al valor de los vinos? Más por equilibrio y distinción que por valores en sí, el roble francés se utiliza en vinos de mayor gama. Aunque, claro está, la última palabra siempre corre por gusto de bodegueros y enólogos. Y sí, también de bebedores.
Como buena hija de inmigrantes –al menos, en buena parte de su filiación–, la Argentina fue tras las huellas de italianos y españoles que, siguiendo la pista francesa, se afincaron en nuestro territorio. De todas maneras, las barricas apenas aterrizaron en suelo nacional en los años ’90, para recién desatar su masividad allá por los años 2000. Desde entonces, las barricas y sus mentadas virtudes son parte del ABC del la producción vitivinícola local. Pues si hay vino que venga en barrica, y si hay barrica que sea de roble.
- Un antes y después marcaron las barricas y toneles no solo en transporte de vinos… Vea usted que los depósitos de barcos y aviones comenzaron a llamarse “bodegas” y la capacidad de transporte “tonelaje”, en base a la cantidad de toneles de vino capaz de cargar. Desde luego, la costumbre continúa.
BIBLIOGRAFIA
- Argentina, un gran viñedo. Arévalo, Gustavo – Córdoba, Cristina. Editorial Albatros. Buenos Aires, 2008.