Orestes Estévez tiene un hombre de 65 años (2017) y pasó de la vida militar a empresario autodidacta, desarrolló su propia marca de vino usando frutas tropicales y un ingenioso método de fermentación: tapar los botellones con condones.
El negocio de Estévez comenzó con la producción y venta clandestina en las décadas de 1960 y 1970, hasta que en los 2000 aprovechó reformas del Gobierno de Raúl Castro para legalizarse e instalar una pequeña fábrica en su casa, donde tiene casi 300 botellones de 20 litros tapados con preservativos y de los cuales salen también vinos de jengibre, fruta bomba o remolacha.
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El productor comentó que junto con otros vinicultores que conforman una asociación probaron diferentes técnicas ante la imposibilidad de conseguir en Cuba las sofisticadas válvulas de presión.
La solución perfecta fueron los preservativo alos que hay que pinchar: "Si usted no lo pincha, ese globo sale disparado. Con dos pinchazos, basta".
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Entre un mes y 45 días se tarda en dar a luz un vino rústico, de buena calidad y tan aromático como todo el olor dulzón a frutas fermentadas que envuelve la casa de los Estévez.
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En Cuba, los condones tienen varios usos, además de la producción de vino. Algunos pescadores los inflan y los anudan para usarlos como una especie de vela que mantenga a flote la línea en espera de que pique algún pez en las aguas frente al Malecón.
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"Hoy soy un hombre realizado, satisfecho", aseguró Estévez.
En 2011 sacó una licencia para poder producir, luego de una serie de medidas impulsadas por el presidente Raúl Castro para ampliar la iniciativa privada, antes estigmatizada. Ahora es fácil conseguir el azúcar, la levadura y la fruta que necesita, pero Estévez aún tiene que luchar para obtener las botellas.
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En un país donde una botella de vino importado de España, Chile o la Argentina cuesta unos ocho dólares en las tiendas estatales, la familia Estévez ofrece un vaso de un sabroso tinto por cinco pesos cubanos (0,20 centavos de dólar) y una botella por 10 pesos (0,40 centavos de dólar).