Vedettes de la industria cervecera, las botellas de gres hallaron en su ocaso su mejor reinvención: un destino 100% constructivo.
No le vamos a decir que la cosa era tan sencilla como soplar y hacer botella, pero de algo así se trató la historia. Pues la pasta cerámica de gres es uno de los materiales comodín en lo que la arqueología de Buenos Aires respecta. Con la cerveza y ginebra a la cabeza, las botellas de gres abundantemente halladas en excavaciones no solo dan cuenta de las preferencias etílicas del siglo XIX; sino de su bondad para con el rubro de la construcción. Nunca tan bien dicho, todo un hallazgo…
La base está
Corría el mes de septiembre de 2015 cuando en una casona del barrio de San Telmo -más precisamente, en Defensa 1344- se hallaron botellas de gres en plan constructivo. En las profundidades, éstas componían un contra piso que, aunque en estado fragmentario, fue datado entre siglo XIX y principios del XX. Y vayan si tenían con qué oficiar de cimiento, pues, producto de su cocción a altas temperaturas, podían jactarse de su resistencia. Y lo cierto es que el material ya tenía sus pergaminos: aunque entrado al país a inicios del siglo XIX, ya se usaba en el norte europeo desde hacía tres siglos. Pero lo cierto es que la Primera Guerra Mundial haría mella en su furor. El último ingreso de botellas de gres se produjo en 1918, habiendo sido fábricas inglesas y escocesas las principales proveedoras durante los años de importación. Hasta entonces, la durabilidad y capacidad para mantener la temperatura interna que poseían los envases eran su valor agregado. Al punto tal que, del otro lado del charco y en pleno conflicto bélico, llegaron incluso a usarse para calentar camas. ¿Qué tal?
De etiqueta
El caso es que el fin de las importaciones fue un cimbronazo para las envasadoras locales, en tanto se vieron obligadas a incrementar la producción de envases de vidrio de buenas a primeras, cuando el circuito de importación de botellas de gres ya estaba más que aceitado. Incluso, hasta se había considerado cómo agilizar los tiempos de demora propios de la travesía botellera por alta mar: reutilizando los envases, pues la vida útil del gres así lo permitía. De esta manera, fueron frecuentes los envases sin etiquetas de origen, aunque identificados con el contenido desde su estética: el uso de color miel (también llamado “baño de chocolate”) no solo impedía que los rayos solares afectaran el contenido; sino que era asociado al color de la malta contenida por la propia cerveza. Aún así, no faltaron las empresas cerveceras que solicitaran al fabricante botellas con la inscripción de su marca. Primeramente fueron las inscripciones en bajo relieve, sobre los “hombros” del envase. Luego, una suerte de escudo central en color celeste. Hasta que finalmente se dio paso a las clásicas etiquetas de papel, popularmente en color negro o azul.
Chau, chau, adiós
Para el año 1895, existían en el país 61 fábricas de cerveza, las cuales producían más de 15 millones de litros anuales. Y lo cierto es que la monopolización del negocio hizo que la cantidad de litros producido aumentara en inversa proporción: en 1914, 32 millones de litros anuales eran producidos por 29 fábricas. Dicho año, comenzó la sustitución de importaciones de botellas de gres por envases de vidrio. Proceso que, hemos dicho, finalizó con la última importación, cuatro años más tarde. Las más de 500 mil botellas de gres que promediaban su arribo a principios de siglo no fueron más que un recuerdo. ¿O sí? A juzgar por la arqueología y sus desvelos, así parece: cimientos de columnas, contrapisos y hasta aislantes contra la humedad. Reinventadas en su funcionalidad, las botellas de gres siguieron causando sensación.
Porque cuando el mundo capitalista y las vueltas de su historia parecían condenar a las botellas de gres, el ingenio humano dijo que no todo estaba perdido, desechado. Lupa arqueológica mediante, bienvenido sea este módico rescate.
Largo aguante: como las botellas de gres eran buenas para conservar la temperatura, tanto exploradores como llaneros de las pampas no dudaron en hacer uso de ellas como cantimplora. Y si de frío iba la cosa, a modo de termo también salía como piña. Gauchos, agradecidos.
- Schávelzon, D. 1991. Arqueología histórica de Buenos Aires. La cultura material porteña de los siglos XVIII y XIX. Volumen I. Editorial Corregidor. Buenos Aires.