El barman cientifico: tratado de alcohologia Libro de Facundo Di Genova |
-¿Y cómo hacen para ingresar el alcohol etílico? –le pregunté al reo.
-No ingresamos nada. El alcohol nace con el pajarito –respondió, y comenzó a enumerar los procedimientos.
Me costó entender, como sugería el preso, que el alcohol se generaba a partir de un brebaje que en principio no era embriagante sino más bien una sopa dulce. Pensaba que el pajarito era, en realidad, un licor: un néctar de alguna fruta o verdura al que se le adicionaba alcohol fino, el que venden en las farmacias. Pero no. Me entusiasmé aún más cuando me dijo que todas las bebidas alcohólicas fermentadas se hacían más o menos de la misma manera, y más tarde aluciné cuando di con el nombre y apellido del procedimiento bioquímico que originaba el vino que había embuchado la noche anterior, el mismo que el reo manejaba con pericia para hacer su pajarito.
Se trataba de la fermentación alcohólica y de su reveladora faceta microscópica: el alcohol sólo es posible por la acción de una o varias especies y géneros de microbios, de las moléculas que los constituyen y de los desechos que general.
¡Microbios! ¿Dónde? ¡Llamen a desinfección! Aceptémoslo: sin estos microbios, que en el camino de la fermentación forman además familias numerosas y colonias multitudinarias, no existirían las bebidas con alcohol.
¿Cómo es posible que una comunidad de células sea una condición necesaria para la existencia del alcohol? Paciencia: ya conoceremos las levaduras y sus amigos, responsables del contenido de muchas de las botellas que tenemos en la barra.
Intentaremos ahora fermentar pajarito en nuestro laboratorio casero, según la exclusiva receta que el reo nos ha proporcionado, a saber: papa rayada con cáscara, arroz, azúcar y agua.
No es la única receta de pajarito, así llamado porque, al desajustar la tapa a rosca del pequeño bidón, el gas carbónico lanza desde el interior un chiflido agudo y persistente que recuerda al canto de un pájaro. En las condiciones de los privados de la libertad, cualquier cáscara o pulpa de frutas y verduras es bienvenida para desarrollar el brebaje carcelario.
Nuestra primera hipótesis es que las levaduras salvajes presentes en la cáscara de la papa lograrán fermentar el azúcar, lo que generará alcohol y gas carbónico, y otros productos secundarios.
Una vez puestos todos los elementos en el bidón de plástico que hará de cuba fermentadora, y luego de al menos un día, el experimento comienza a brindar sus signos más corrientes. En este punto, cerrado el bidón herméticamente, en un contexto de temperatura promedio de 20°, el recipiente parece a punto de estallar. Como los presos, debemos ahora desajustar la rosca durante cuatro días para evitar que el bidón explote.
Al quinto día, quien se anime a probarlo notará primero un agradable perfume a flores y una consistencia melosa y un poco alcohólica del líquido, siempre blanquecino, con finísimas burbujas, con sabor un poco a puchero y otro poco a arroz con leche, todo lo cual nos hace pensar que la fermentación marcha sobre rieles. Si la fermentación no ha concluido, al menos está a punto de hacerlo.
Y aquí una imprudencia puede echarlo todo a perder. Seamos imprudentes para conocer qué es lo que pasa. Abandonemos el pajarito a su suerte durante una semana más, sin filtrarlo (los presidiarios lo hacen con una sábana) ni enfriarlo, y sin siquiera calentarlo a más de 70° durante algunos minutos para eliminar la actividad de los microbios (pasteurización). Grave error.
Si escrutamos el pajarito a la semana siguiente, siempre con la precaución de desenroscar la tapa del bidón para drenar gases y evitar una explosión, tal como me había advertido aquel preso, vemos que el bidón apenas se ha hinchado. Por dentro, en cambio, la situación ha mutado en una especie de bomba química blanquecina.
El pajarito huele ahora a vinagre y a solvente, y tiene un aspecto jabonoso… ¿Quién se anima a probarlo? Nadie, y mejor que así sea.
Evidentemente el hecho de no detener la fermentación por frío o por calor, o por la adición de algún químico, hizo que el proceso de degradación bioquímica del brebaje siguiera su marcha: el escaso alcohol ahora es ácido acético, pues huele fuertemente a vinagre. Por otra parte, su consistencia jabonosa nos hace recordar que el glicerol (un líquido incoloro, espeso y dulce, también conocido como glicerina, que químicamente es un alcohol y que se produce industrialmente con aceites vegetales y sebo de animal para fabricar jabones, entre otras cosas) es también un subproducto inevitable de toda fermentación alcohólica.
Así, en el caso del pajarito que siguió fermentando, reconocemos que el glicerol no es un subproducto menor, difícil de detectar visual y olfativamente, sino la sustancia dominante. Y de inmediato nos convencemos de que a la fermentación alcohólica, la del olor a flores, finísimas burbujas y consistencia melosa, le ha seguido una segunda fermentación, la temible fermentación gliceropirúvica.
Resta anotar dos datos sobre este fallido experimento casero. Primero, decir que la producción carcelaria de esta bebida clandestina viene siendo abandonada como práctica cultural en los presidios a causa quizá del acceso más simple pero igualmente clandestino y perjudicial a diversos psicofármacos y otras drogas ilegales. Segundo, explicar por qué en este caso la comparación del pajarito refermentado con una potencial bomba química no está muy lejos de la realidad, ni de la historia.
Como bien saben los químicos, el glicerol mezclado con ácido nítrico da nitroglicerina, un material altamente inestable y explosivo. Los más puntillosos recordarán que con la nitroglicerina, mezclada con una arena especial y pólvora, se fabrica la dinamita, un invento del sueco Alfredo Nobel, el de los premios. Asimismo, la glicerina fue muy utilizada por la industria bélica de principios del siglo XX, en especial por los alemanes, que fabricaban bombas con ella, en los albores de la Gran Guerra (1914-1918). Los memoriosos recuerdan que, sin embargo, esta producción estuvo seriamente comprometida por el bloqueo marítimo británico, que no sólo impidió la importación de aceites vegetales hacia Alemania sino también la producción del glicerol derivado de esos aceites. Para solucionar el problema, el II Reich le encargó al científico Carl Neuberg, quien algunos años antes había acuñado el término bioquímica para referirse a un nuevo campo de estudio, que encontrara una alternativa a la producción del glicerol derivado del aceite vegetal. Neuberg rescató ciertas observaciones del francés Luis Pasteur, de quien hablaremos muy seguido en estas páginas, sobre la producción del glicerol en las fermentaciones alcohólicas. Descubrió que la fermentación alcohólica, agregando una sustancia (bisulfito sódico), podía desviarse a un líquido azucarado, de modo de favorecer considerablemente la producción de glicerol a expensas de la de alcohol y dar lugar a la fermentación gliceropirúvica. De esta manera, los alemanes consiguieron fermentar industrialmente más de mil toneladas de glicerol al mes para usos militares, aunque no pudieron ganar la guerra.
Un poco alertados por esta historia, y por otras complejas y olorosas emanaciones contaminantes del pajarito destapado, como hedores fuertemente punzantes, ácidos y corrosivos, tiramos nuestro experimento por la rejilla, acusándolo de tóxico y peligroso para la paz mundial.
15/01/12 Fuente: Diario Uno | Facundo Di Genova.
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