En el año 1987 comenzó a correrse un rumor en Estados Unidos que decía más o menos así: “Tras un largo día de trabajo, no hay nada mejor que sentarse en un bar y disfrutar de una agradable y espumosa botella de líquido amarillo previamente almacenada en un cuerpo humano”. Esa botella era una Corona.
Para aquellos que no la conozcan, Corona es una “larger” suave, una cerveza que nació en 1925 con el Grupo Modelo S.A. fundada en México por Pablo Diez Fernández. Esta “rubia” se convirtió en una marca nacional, y la cervecería pasó a adquirir con el tiempo cervezas regionales como Pacifico, Victoria y León.
A finales de la década de 1970, la compañía decidió dar el salto a Estados Unidos. Para el año 1986, Corona ocupaba nada menos que el segundo puesto en el ranking de cervezas importadas del país (la primera era Heineken). Aunque la cerveza solo había llegado a Estados Unidos en 1979, su aumento había sido casi inmediato. Su atractivo como la cerveza del “surfista de California” o del tipo de “vida en la playa” la convirtió rápidamente en una de las dos grandes favoritas.
Parecía que nada podría detener a Corona Extra pero, inesperadamente, un año después las tiendas comenzaron a negarse a venderla, las ventas se desplomaron, y los consumidores estadounidenses de repente parecieron haberse vuelto en contra de la popular cerveza. ¿Qué demonios había ocurrido? El maldito rumor que se extendió como la pólvora que aseguraba que la orina era uno de sus componentes.
Supuestamente, los distribuidores rivales de cerveza habían dejado caer que los trabajadores mexicanos usaban contenedores de cerveza destinados a ser exportados a los Estados Unidos como urinarios. Supuestamente también, esta era la forma en que los trabajadores se vengaron de sus vecinos del norte y sus rivales más feroces. O algo así decía la leyenda.
Durante un tiempo, esta mentira bastante obvia se creyó entre los grandes bebedores de cerveza. En algunas ciudades, las ventas disminuyeron hasta casi un 80% y las tiendas de todo el país comenzaron a devolver los envíos. Aunque no todo el mundo creyó el rumor, un número suficiente de personas entraron en pánico y hablaron en contra de la empresa, tanto, que su imagen de marca y las ventas comenzaron a afectar seriamente.
Fue tal la situación de crisis, que la compañía que importó Corona a casi todo Estados Unidos decidió investigar el asunto para ver de qué manera podían rescatar la reputación de la marca. Tras varias semanas de investigación rastreando el origen del rumor, la distribuidora encontró a Luce & Son, Inc., el distribuidor de Heineken con sede en Nevada, quienes presumiblemente buscaban reducir la creciente ascensión en el mercado de Estados Unidos de Corona.
A Luce & Son le cayó una demanda por daños y perjuicios, y finalmente se llegó a un acuerdo por el que acordaron emitir una declaración pública sorprendente que quedará para siempre en los anales de la historia del marketing; negaban la veracidad de las acusaciones, es decir, que Corona no se distribuía con pis de sus trabajadores.
Sin embargo, el daño fue mucho más grande de lo que cabía esperar. La calumnia se extendió por toda la nación. Corona bombardeó a la prensa con comunicados sobre el engaño y se gastó más de 500.000 dólares en todo tipo de programas de televisión y periódicos para recuperar la imagen.
Hoy lo ha conseguido y con creces. Corona ha reconstruido totalmente su cuota de mercado y a finales de los 90 ya era en Estados Unidos la cerveza de importación más vendida.
En cuanto a cómo pudo calar semejante idea en el imaginario colectivo, el caso desenmascaró un momento y una época gris en Estados Unidos: los temores xenófobos sobre cualquier cosa que provenía de México. En realidad, el rumor se había nutrido y amplificado gracias a esos estereotipos racistas contra la cultura hispana. A Corona le tomó años disipar una mentira que, posiblemente, se vio reforzada por el diseño de su botella y la forma en que el vidrio transparente muestra el color amarillo de la cerveza.