Elaborada durante más de cuatro centurias, nutrida principalmente por dos poderosas vertientes: la andina y la hispana, y enriquecida por otras de menor caudal y de data más reciente, como la italiana, entre otras, la Cocina Arequipeña, es una de las expresiones culinarias más equilibradas que existen en el Perú, en América Latina, y porqué no decirlo, en el orbe entero.
Los laboratorios donde se ha ido gestando esta original, variada y sabrosísima cocina son sin lugar a dudas, principalmente dos: el hogar del pueblo, es decir en los fogones de sencillas casas de labriegos y artesanos, y en esos espacios, también pertenecientes al pueblo, que aún hoy llamamos “Picanterías”, de las cuales hablaremos en esta ocasión.
Estos originales y aromáticos recintos creados para saciar la sed y el hambre, ámbitos también de convergencia e intercambio de ideas y noticias, escenarios de poetas y músicos, tienen su más remoto origen en las pre-hispánicas chicherías centros de elaboración de la necesarísima, por saludable, chicha de maíz negro germinado [llamado] “güiñapo”, fórmula que logró sobrevivir al embate de la Conquista. En ellas, aún entrada la Colonia, se continuaba sirviendo la chicha en aríbalos para su transporte e ingestión posterior, o en keros de madera o cerámica para su consumo inmediato, lo cual, la mayoría de veces, se acompañaba con pequeños platillos de cerámica (chugas), que contenían principalmente papa machacada con rocoto o ají y trocitos de carne de camélido, ave o pescado, a los que se llamaba "kausa" en quechua, que es también el nombre más antiguo que se le daba a la papa, o simplemente "picantes", como les decimos en español; de allí pues que, al incrementarse la oferta de éstos, el nombre de “Picanterías” se fue imponiendo al de “Chicherías”.
Estos centros de labor manejados principalmente por mujeres, que al principio se hallaban en mayor número en los extremos de la traza urbana de la ciudad, en las entradas o salidas de ésta, ampliaron su oferta de picantes, estimulados, entre otras razones, por la creciente presencia en sus puertas, de arrieros que llevaban aguardientes y vinos hacia la recientemente descubiertas minas de Potosí, en el Alto Perú.
En aquellos tiempos de la Colonia temprana a los cuales hacemos referencia, había dos tipos de arrieros; los "muleros" que casi siempre eran hispanos o mestizos, y los "llameros", que como es de suponer eran indígenas que aún conducían en esa época inmensas recuas de llamas. Cada grupo traía consigo su gusto y demanda de sabor, y lo más importante: su aporte. Es decir, distintos productos que iban acopiando a lo largo de sus extensas rutas y que vendían o trocaban en las Picanterías, enriqueciendo así la variedad de insumos para procesarse en los fogones que incansables laboraban creando aromas y sabores cada vez más excitantes y diversos.
El círculo virtuoso había comenzado; el suelo de Arequipa siempre pródigo en buenas cosechas, permitía disponer de todo tipo de vegetales de gran calidad; oriundos como la papa, maíz, tomate, zapallo, lacayote y tantos otros y también de aquellos traídos del Viejo Mundo, como los ajos, cebollas, trigo, cebada, zanahoria, habas, etc. etc. Además el intenso comercio hacia la costa y los andes, permitió contar con productos de esas dos áreas opuestas. Así, se daban cita en los fogones de las Picanterías, carnes de res, cerdo y de carneros hispanos, con las de camélidos, y cuyes, también llegaban peces de las alturas, quesos, jamones y salazones mestizos, pescados y mariscos marinos con camarones de los ríos próximos al mar. Todo convergía y se transformaba en aroma y sabor que terminaba de perfilarse con las pinceladas ardientes de ajíes o rocotos, provocando [un] picor que se atenuaba con la refrescante chicha que se guardaba celosamente en "chombas" de barro ubicadas en la parte más oscura del recinto para permanecer deliciosamente fría y por ende, refrescante.
Para finales del siglo XVIII las Picanterías, con dos centurias de existencia y habiendo alcanzado su madurez, se hallaban diseminadas por toda la campiña próxima a la ciudad de Arequipa, la misma que para aquella época contaba con una numerosísima población hispana (40,000 individuos, según el censo del Virrey Gil de Taboada y Lemos).
Esta numerosa población de inmigrantes de distintas regiones de España, llegada hasta el pie del Misti en diversas oleadas a través de dos siglos, había traído consigo su propia y rica herencia culinaria, árabe, ibérica y mediterránea, aportando a la nuestra secretos para estofar y adobar carnes de cerdo, res y cordero, salpimentar y aliñar con aceite de oliva y vinagre, y atenuar sus efectos bebiendo anís; expertos en todo ello, enseñaron también el arte del manejo del ajo y la cebolla, y tantos otros sabores que conforman hoy nuestro acervo. Pues bien, estos laboriosos peninsulares, demandaban terrenos labrantíos, pues su natalidad era alta. Se dio inicio entonces, por orden del Virrey, a la habilitación de cuanto andén pre-hispánico se hallara ocioso a lo largo de la extensa campiña: Cayma, Chilina, Sabandía, Paucarpata, Characato, Quequeña, Yarabamba, etc. etc,, para lo cual se requirió del concurso de todos los brazos disponibles de hombres y mujeres en edad de trabajar. Todos se abocaron a la obra, ¿ quién los alimentó?... ya lo habrán adivinado. Fueron las matronas picanteras, pues llegaron a una solución logística muy sencilla, en vez de que una matrona cocine para los cinco o seis miembros de su familia, dos o tres de ellas lo podían hacer perfectamente para toda una cuadrilla de labriegos, logrando así simplificar enormemente el avituallamiento y contribuyendo, además, a optimizar el rendimiento de las tierras, pues en muchos puntos de la campiña se continuó con ese eficaz sistema hasta entrado el siglo XX, e incluso hasta hoy.
Durante el complicado y sangriento período de la guerra de la Independencia y los siguientes conflictos civiles, Arequipa perdió un importante número de aquellos laboriosos hispanos que fueron obligados a partir hacia la “Madre Patria”, sobre todo por los abusivos edictos de Monteagudo y posteriormente de Bolívar. Todo decayó, iniciando recién su recuperación en la década del 50 del siglo XIX, etapa en la cual se comenzó a estabilizar la producción. Al final de la década de los 60’s de ese siglo (XIX) se dio inicio a la construcción del ferrocarril, que uniría el mar y los Andes, esa fue otra gran ocasión en que las matronas picanteras, cumplieron la importantísima labor de alimentar durante más de dos años a 10,000 obreros sin fallar un solo día, a todo lo largo de su línea de trabajo, ya sea en el desierto o escarpados montes, manteniéndolos a todos sanos y fuertes. Al parecer, según he logrado indagar, fue en aquel período que se inventó el “Americano” (plato compuesto por pequeñas porciones de diversos guisos y torrejitas). El nombre sería en honor al constructor de esa magna obra, Don Enrique Meiggs, al que precisamente se le llamó así: “ El Americano”, y quien se preocupaba mucho por sus obreros. Al parecer él era muy consciente de la importancia de la salud de su gente.
Entre aquellos rudos trabajadores, además de chilenos, bolivianos, chinos y obviamente peruanos, habían también, escoses, irlandeses, galeses e ingleses, todos ellos embarcados en San Francisco, quienes al parecer se sintieron muy a gusto por estos lares, ya que al finalizar las obras, antes de lo previsto, no pocos de ellos permanecieron en Arequipa trabajando en el ferrocarril, en el comercio, principalmente en compañías británicas, y en otras actividades, contribuyendo entre otras cosas, también, con sus gustos y costumbres a nuestra culinaria, reforzando nuestra predilección por los intensos sabores de los interiores, tan de su agrado y afín a ellos: hígado, riñones, mollejas, corazón, en fin, tanta fritura y carbonada que creemos son muy locales pero que en realidad vienen de aquellas lejanas tierras británicas.
Más tarde, al entrar en guerra el Perú y Bolivia contra Chile, muchos de esos británicos partieron y Arequipa perdió en ese absurdo conflicto, una gran porción de su población de hombres jóvenes en las batallas del Sur, principalmente de Arica. Cuando ingresaron las tropas chilenas a nuestra ciudad, ante la ausencia de varones, fueron las matronas picanteras, incluso casi niños de la campiña, quienes en no pocas oportunidades defendieron [a Arequipa] con bravura su honor. Hay infinidad de relatos sobre ello, pero en fin, esa es otra historia que trataremos en su momento.
Luego de finalizado aquel conflicto, todo decayó, entramos en una profunda depresión. El comercio de cabotaje tan rico años antes, dejó de existir, pues perdimos gran cantidad de mar y costa sureña; también el arrieraje y el transporte ferroviario; pero el campo, aunque algo lánguido siguió produciendo, y con él también se mantuvieron vivas las Picanterías, las mismas que cuando ingresamos al siglo XX estaban nuevamente rozagantes, creativas y aromáticas, recibiendo en sus Ramadas a rudos hombres del campo y de las recientemente creadas factorías, junto a abogados pleitistas, oficinistas y artistas, todos en mesas comunes compartiendo aromas, sabores, temas... y saciando su sed con chicha de güiñapo.
A todo ello contribuyó, sin lugar a dudas, el reinicio de las actividades ferrocarrileras concesionadas a la Peruvian Corporation de matriz inglesa, asunto que incrementó fuertemente el comercio y con ello la presencia de nuevos inmigrantes, apareciendo al pie del Misti, además de nuevos ciudadanos británicos, también, italianos, alemanes, eslavos, palestinos, entre otros, otorgando un dinamismo especial a nuestra cultura que hubo también de reflejarse en los fogones picanteros, surgiendo esta vez nuevos experimentos como: el tallarín de pichones, de gallina, el pastel de tallarín, y cuántos otros hechos sabor. Hoy en día, esa dinámica intercultural, proveniente de otras vertientes, se sigue traduciendo en sabores y aromas que enriquecen nuestro acerbo y que esperamos continúe siempre siendo así.
Leonardo Ugarte Chocano