7 de Febrero de 2019 - Franco Spinetta - Forbes Argentina
La historia de Diego Libkind pudo haber sido diametralmente diferente. Cuando terminó el secundario, en medio de la gran confusión adolescente, los tests vocacionales no le daban margen de duda: guardavidas, profesor de natación. Su amor por el agua y, en especial, por el waterpolo, un deporte que junto a su grupo de amigos instalaron en Bariloche, era un imán irresistible. Hasta que una de las tantas psicólogas que frecuentaba le abrió una puerta hasta entonces desconocida para él: “¿Por qué no probás con biología?”.
Veinte años después de la sugerencia, ya como director del Instituto Andino Patagónico de Tecnologías Biológicas y Geoambientales (Ipatec), Libkind está en boca de todos gracias a un descubrimiento trascendente para la industria cervecera: el hallazgo –sorpresivo, inesperado– en los bosques patagónicos de una levadura salvaje, que resultó ser la levadura madre de la cerveza lager, con la que se produce el 95% de la cerveza mundial. Su descubrimiento produjo un boom en la industria y, tras una serie de negociaciones, Heineken (segunda productora mundial de cervezas) firmó una licencia para fabricar una edición limitada, la H41 Wild Lager.
“Creímos en Diego y en este hallazgo y decidimos financiar y apoyar la investigación de la levadura a través del Conicet, la Administración de Parques Nacionales y la Universidad del Comahue. A cambio, obtuvimos una licencia exclusiva para elaborar cerveza con esta increíble levadura”, explica a FORBES Loic Laubriere, country manager de Heineken Cono Sur. A la empresa le llevó tres años –junto a un equipo de 50 personas– “domar” la levadura salvaje. “El resultado fue la mayor recompensa: una cerveza con más cuerpo que las regulares y un complejo pero limpio sabor, que hace que sea más fácil de beber que la mayoría de las cervezas especiales”, añade.
Después de este descubrimiento, se encontraron otras levaduras de este tipo, específicamente en las montañas Blue Ridge de Estados Unidos y en la meseta del Himalaya. Laubriere asegura que todas terminaron compartiendo la misma “genealogía”: Saccharomyces eubayanus. “De acuerdo con el origen, se tuvieron que domar de diferentes formas hasta llegar a convertirse en una cerveza lager”.
En el mismo acuerdo firmado con la empresa, Libkind propuso que las cervecerías artesanales, todo un clásico barilochense, tengan acceso a la levadura sin perjuicio del contrato de exclusividad firmado por Heineken. Y, en paralelo, lanzaron un programa, Ciencia y Cerveza, con el que ya capacitaron a más de 1.500 productores. “No nos quedamos sentados disfrutando de haberle transferido una levadura a Heineken, sino que seguimos trabajando con asesorías, servicios, proyectos de vinculación y hasta una app para que los cerveceros se conecten con nosotros, para entender qué está pasando con la levadura en cada fábrica”, dice. Las palabras muestran sus ganas de aplicar sus conocimientos científicos en la producción concreta: “Es información valiosísima, publicable y transferible a la industria. Eso es algo muy difícil de lograr, sin muchos precedentes. Estamos llegando a ese punto”.
Secreto en la montaña
Diego nació en Barcelona. Sus padres, ambos médicos, se habían exiliado a fines de 1976. Vivió en España hasta los siete años, cuando la familia Libkind regresó a la Argentina. Se instalaron en Bariloche. De chico, se recuerda “muy curioso y apasionado”. Sin eso, asegura, “prácticamente no tenés muchas chances de sobrevivir en el sistema científico tecnológico argentino”, admite.
Cuando culminó la carrera de biólogo en la Universidad Nacional del Comahue, de donde egresó con la medalla Manuel Belgrano al mejor promedio, se encontró con un país quebrado. Era el 2001 y a Diego, que había ganado la beca del Conicet, el dinero le alcanzaba apenas para vivir. No para iniciar sus investigaciones. Su tesis de doctorado era un estudio sobre las levaduras que habitan en la Patagonia en ambientes naturales, para buscar aplicaciones biotecnológicas. Cuando intentó ponerse en marcha, comprendió que estaba frente a algo imposible. “Para hacer biología molecular, necesitaba un montón de equipamiento y no había dinero”, rememora. Entonces, tomó una decisión que lo marcaría para siempre: se autoinvitó al laboratorio de un investigador portugués, José Paulo Sampaio, el otro hombre clave de esta historia. Llegó a Portugal con dos valijas: una con ropa, la otra con comida. Vivió cuatro meses a arroz y atún.
Sampaio le partió la cabeza en términos científicos. “El tipo, sin conocerme, sin poder cobrarme nada (porque no tenía un peso), me dejó quedarme junto a él, día y noche. Fueron meses de laburo infernal. Ahí entendí lo que podía hacer en ciencia”, asegura. Con todos los recursos a disposición y la ayuda del investigador portugués, Diego puso primera en su tesis doctoral. Para ese entonces, ya había subido a todas las lagunas de altura de Bariloche y sus alrededores, en busca de levaduras especiales adaptadas a la radiación ultravioleta, donde buscaba pigmentos interesantes. De esas excursiones salió una patente para un protector solar.
Como suele suceder en el mundo de la ciencia, una serie de descubrimientos terminan destapando universos inesperados. Sampaio había recibido una orden del Ministerio de Ciencia portugués para que refocalizara sus investigaciones sobre taxonomías de levaduras en otras aplicaciones más concretas para la sociedad, con potencial biotecnológico comprobado. En uno de los proyectos, aparecían las levaduras saccharomyces, que son las que más se usan en la industria, con las que se fermentan la cerveza, el pan, el vino y el bioetanol, entre otros. “Queríamos estudiar esas levaduras en el ambiente natural. ¿Por qué? Porque las que se usan son levaduras domesticadas, modificadas, de la misma manera en que se domesticó en su momento a la cebada, al trigo, o a la vaca y la gallina. Cuando buscás la contraparte salvaje, original, no es nada que ver: lobo y perro, jabalí y chancho, hay miles de ejemplos”, explica Diego. Empezaron a buscar en los bosques de roble del norte de Portugal y, entonces, Sampaio le propuso a Libkind que buscara en la zona de Bariloche, donde hay lengas, coihues y otros árboles que solo crecen en la Patagonia. Diego aplicó acá las técnicas que estaba usando en Portugal y enseguida empezaron a aparecer unas levaduras interesantes. En particular una, cuyos primeros datos genéticos indicaban que se parecía mucho a la híbrida con la que se hace la cerveza lager, que es el resultado de la unión de dos levaduras distintas: una con la que se logra la cerveza y la otra, una adaptada a frío, cuyo origen se desconocía. “Empezamos a investigar el ADN y vimos que se parecía”, recuerda.
Con el cosquilleo de sentir que estaba frente a algo grande, entendió que necesitaban secuenciar el genoma completo de la levadura, algo que no se había hecho jamás en la Argentina. Era el año 2009 y la investigación de campo ya llevaba cuatro años. Con la ayuda de un investigador norteamericano, secuenciaron el ADN en Denver, compararon con la levadura lager y… ¡eureka! “Era fuerte lo que estábamos encontrando, la madre de la levadura lager, uno de los microorganismos a nivel industrial más importantes del mundo”. En 2011, finalmente, publicaron el hallazgo en una revista científica, que presentaron con el nombre de Saccharomyces eubayanus.
“El impacto científico lo entendimos rápidamente; el tecnológico, no. Ninguno tenía contacto con la industria cervecera. Es más: yo no tomaba cerveza. Empecé a darme cuenta del potencial porque me empezaron a escribir de todos lados”, cuenta Libkind. “Se acercó Heineken, entre otras, y estudiamos cuál era la opción que atendía mejor los intereses del país y de los involucrados: Conicet, Parques Nacionales y la Universidad del Comahue, principalmente. En ese marco fue la negociación”. Con el acuerdo celebrado con Heineken y con aportes del Conicet, Ipatec encaró la construcción de un nuevo centro de referencias e investigación de levaduras (hoy tienen la colección más grande de América Latina, con 150 cepas). “Será el primer centro multifacético del país, con desarrollo, producción y servicios, destinado a la industria de la cerveza”, se entusiasma Diego.
Para Libkind, no es casualidad que todo haya sucedido en Bariloche, donde la tradición cervecera convive con institutos científicos como el Balseiro, Invap, Conea y Conicet: “Crecemos de la mano. Se está dando este círculo virtuoso. Es el fruto de haber escuchado cuál era la demanda de la industria, no de hacer solo lo que nosotros queríamos hacer”.
Diego terminó enamorado del mundo de la cerveza. Tanto que hasta se animó a producir en su casa, con la levadura salvaje que, gracias a sus investigaciones, cambiará para siempre la industria. En el día a día, sigue eligiendo su lugar como investigador y divulgador, mientras rechaza tentadoras ofertas del mundo de las empresas. Todavía sigue disfrutando esas salidas al paisaje patagónico en búsqueda de las levaduras que yacen en los bosques. “De ese bosque hermoso sale una levadura con la que se hace una cerveza 100% argentina. Hay un valor casi oculto, que solo los microbiólogos podemos ver y que, gracias a estas actividades de transferencias, se transmiten a la sociedad”.